Adriana Rodríguez
Doce abrazos
Relato ganador del concurso "Relatos de Cuarentena" organizado por la Escuela de Escritura Machucabotones.

Cual gato que se sabe dueño de sus dominios, Dominic vino hacia mí mientras yo leía en la sala y se dejó caer en mis faldas. Ha crecido mucho para poder acurrucarlo como antes, así que la mitad de su cuerpo sobresalía por el mullido brazo del sofá. No le dije nada, sólo disfruté ese momento.
Mis dedos caminaron a una parte de su espalda que había quedado descubierta. Sentí sus músculos relajarse. Sabía que a él le encantaba este tipo de caricias, el sentir mis largas uñas recorrer ligeramente su nuca, su espaldita. A menudo él mismo me lo pedía, sobretodo cuando era hora de dormir y siempre después de haberle leído un cuento. Esta vez no esperé a que me lo pidiera, simplemente mis uñas empezaron a dibujar arabescos sobre su espalda por varios minutos. Dominic se acomodó más sobre mi vientre fofo y abultado, la perfecta almohada con la que venimos provistas muchas mamás para las cabezas de nuestros hijos. Juro que incluso escuché un ronroneo.
Sentí que él buscaba volver a su lugar de origen y yo volverle a tender el cordón umbilical. Sólo hace un par de semanas había regresado de Lima. Estaba ahí haciendo varios proyectos como parte de mi año sabático hasta que me agarró la pandemia.
El regreso a casa no había sido fácil logística ni emocionalmente. Al comienzo pensé quedarme en Perú durante la cuarentena, pero después vi la magnitud del coronavirus y me di cuenta de que esto tenía para rato.
La noche que el presidente Vizcarra cerró las fronteras corrí al aeropuerto buscando una forma de salir del país antes de que no dejaran partir más vuelos. Sólo encontré caos, turistas exhaustos y desesperados viajeros blandiendo boletos sin destino y pasaportes ajados. Al final tuve que solicitar cupo en un vuelo humanitario a través de la embajada de Estados Unidos que fue lo que me trajo otra vez a Vermont, a reunirme con mis hijos.
Por otro lado, en Perú, a pesar de estar en cuarentena, yo estaba pasando un tiempo feliz. Mis hermanos, mi sobrina y yo estábamos albergados en casa de mi madre, que estaba contenta de compartir la mesa diariamente con nosotros, observar cómo nos repartíamos las tareas de la casa y ser parte de las conversaciones de sus hijos, echándole un vistazo a nuestros mundos que muchas veces le parecían tan ajenos. Cada día comíamos como reyes, con platos sencillos pero llenos de amor. Nos contábamos nuestros secretos y nos pedíamos ayuda, desarrollábamos nuestros talentos y aceptábamos nuestros defectos, nos abrazábamos, cantábamos, nos acompañábamos y todos, pero todos los días, nos moríamos de risa. Fue la mejor cuarentena que pude haber tenido.
El día que llegué a casa, las pecas pululantes de Dominic saltaban sobre su cara. O así me lo parecían a mí mientras lo veía por aquella ventana lluviosa. Realmente él, Dominic, saltaba de arriba abajo, todavía enfundado en sus pijamas a pesar de que ya eran casi las seis de la tarde.
—¡Mami, mami!, gritó—. ¡Mami está aquí! —exclamó mientras corría a adentro de la casa para avisarle a su hermano y a su papá de mi llegada, mientras yo cuadraba el carro.
Por la puerta del garaje salió Lucas y luego Michael, quién inmediatamente prendió un cigarrillo y se alejó para no echarnos el humo.
Todavía triste por haber dejado a mi familia en Perú y exhausta del ajetreo del viaje, salí del carro y me acerqué. Lucas, envuelto en una manta, levantó la mano derecha. “Hola, mami”, dijo con voz grave y estoica, pero con una sonrisa de oso panda. Era claro que estaba en los extraños vericuetos de la pubertad. Dominic seguía saltando.
—¡Hola chicos! ¿Cómo han estado? —dije emocionada. Dominic avanzó como para abrazarme—. ¡No! No, no te acerques más —le dije instintivamente, en el tono más suave que pude pero con firmeza. Se sorprendió de mi abrupta reacción—. ¿Recuerdas que no se puede abrazar a la gente estos días?... Pero yo también estoy contenta de verte y quisiera darte un abrazo —dije intentando disimular el áspero momento. Sin embargo, a los dos se nos empezó a caer la sonrisa. Lucas entró a la casa.
—Pero ¿qué te parece si nos damos un abrazo en el aire? —intenté en el último segundo. Y funcionó. Se le iluminó la cara otra vez; sus pecas, bailando.
—Sí mami, así —y abrazó el aire con su camiseta de oso y sus pantalones de franela rojos.
—Sí, así —y lo imité—. Te extrañé tanto, Dominic.
—Yo también, mami.
Antes de que me fuera a Perú, con mis hijos teníamos la meta de darnos doce abrazos al día, cifra que encontré en un artículo en Facebook. Ahí se indicaba que los niños necesitaban al menos de doce abrazos de sus seres queridos para crecer felices y estables. No sé si el artículo me convenció totalmente pero pensé que no había nada que perder. Desde ese entonces nos dábamos muchos abrazos a diario y llevábamos la cuenta, tratando de llegar a los doce.
Sin embargo, esta vez nos tomaría varios días de aislamiento hasta que pudiéramos abrazarnos otra vez. Y la primera vez que lo hicimos desde mi llegada, tuvieron que correr a bañarse porque todavía estábamos dentro de los días de posible contagio, sino que no pudimos resistirnos más: nos ganó el amor.
Hasta hoy, que ya puedo andar por toda la casa y los puedo abrazar y besar cada vez que tengo la oportunidad. Es aquí donde este momento mágico en el sillón cobra vida.
Unas horas más tarde, Lucas también requirió de mi atención. Un llanto inesperado, una tristeza que no sabía de dónde le salía se desbarrancó y quebró la coraza imperturbable que llevaba hasta ese momento. Con sus brazos extendidos, macizos pero suaves, se desmoronaba frente a mí y finalmente dejaba que le acaricie su alma de niño de 11 años. Y me sentí dichosa de poder acogerlo en mis brazos otra vez