Adriana Rodríguez
El matrimonio más corto de la historia
Tres minutos y quince segundos fue lo que me tomó darme cuenta de que jamás sería feliz con ese hombre. A pesar de que traté de ignorar las señales, la vida, felizmente, te las pone en frente de tu cara, las hace obvias y escandalosas, para que les prestes atención, aunque no quieras, aunque arruine uno de los días más importantes de tu vida.
Después de algunos años de ser enamorados, Mauricio y yo decidimos casarnos y nos convertimos en novios. Iba a ser una ceremonia íntima con los más allegados: nuestros padres y hermanos (bueno, con los que todavía él tenía contacto), nuestros mejores amigos y alguna persona importante de nuestros caminos por la vida.
No queríamos endeudarnos ni yo necesitaba una fiesta a todo dar. Para simbolizar nuestro amor yo sólo lo necesitaba a él declarando su amor en frente de mi familia. Más que nada, yo necesitaba sus ojos mirándome el alma.
Los preparativos estuvieron a cargo mío y de unas amigas que me daban su opinión cuando la necesitaba. Ya que la boda iba a ser pequeña, mis padres nos ofrecieron su amplia casa para la ceremonia y celebración posterior. Todo estaba yendo viento en popa: los bocaditos exquisitos de La Folie, el abogado amigo de mi papá podía casarnos y había encontrado un vestido de ensueño para ese día, sobrio y elegante, perfecto para un matrimonio civil.
Habían algunos detalles que queríamos hacer juntos, por ejemplo, escoger la primera canción que bailaríamos como flamantes esposos. La canción que tal vez sonaría en cada aniversario y de la que nuestros hijos hablarían cuando le contaran la historia a sus hijos.
Escoger dicha canción fue mucho más difícil que lo que pensamos originalmente. A él no le gustaban las baladas lloronas, nada de Luis Miguel, Laura Pausini o Eros Ramazzotti pero tampoco quería las de Bon Jovi o “More than words”, un clásico de los 90s, la época en que empezamos a salir. Él me propuso unas canciones que nunca había escuchado, algo así como un rock lento con beats de metal. No me parecía apropiado para una fiesta, mucho menos para nuestra boda. Después me mandó una salsa, lo cual me sorprendió, pero de ahí me dijo que fue su hermana quien se la sugirió pero que no le gustaba mucho.
Después de varias semanas cuando pensé que ya sólo nos quedaba bailar el Danubio Azul como se ha hecho aburridamente por generaciones y generaciones de bodas, encontramos un tema que parecía el elegido. Era “Tuyo” de Andrés Calamaro. El tono suave, pero no meloso le encantaba además de que Calamaro era uno de sus cantantes favoritos. A mí me gustaba más que nada por la letra. Empezaba un poco irreverente pero luego hablaba un hombre que se rendía al amor de su amada, entregando su ser. Me podía imaginar a Mauricio cantándome esa canción y la imagen me llenaba de ternura. Mauricio tenía pinta de chico malo y atrevido, pero en verdad era todo lo opuesto, súper dulce y romántico. Ese toque de audacia soslayada era lo que lo hacía tan interesante.
Finalmente llegó el ansiado día. La ceremonia fue divina. Las flores se veían más espléndidas que nunca, mi piel brillaba naturalmente y me sentía volar en cada paso que daba. El DJ empezó a anunciarnos y la gente se congregaba alrededor del tablado que se había puesto para el momento del baile. De la mano caminamos hacia el centro y se escucharon las primeras notas de la canción. La había escuchado tantas veces desde que la elegimos que ya me sabía la letra. Esperaba las primeras líneas: Me gusta desarmarme arriba tuyo… pero tan pronto se escuchó el primer verso, Mauricio volteó hacia mí, me clavó los ojos y me preguntó: “¿Por qué está sonando esta canción?”. Me sorprendió y sólo le atiné a contestar: “Porque es la que acordamos, amor.”
—¡Nooo! ¡Esa no es! —insistió él.
—Sí, esa es. ¿Te acuerdas? ¿Cuando estábamos en el sillón y tú tenías la canción en tu celu? —trataba de explicarle sin hacer muchos aspavientos ya que todos los ojos del salón estaban en nosotros.
—¡No! ¡No me acuerdo y esa canción es horrible! ¡¿Cómo voy a decir que sí a esa canción?! —dijo exasperado.
Por los siguientes tres minutos y algunos segundos le seguí diciendo que esa era la canción que habíamos escogido juntos y él que no, que no era. A ese punto yo ya estaba en automático. Dentro de mí veía mi felicidad resquebrajarse con una pedrada y supe ahí que acababa de cometer el error más grande de mi vida.
Después de algunos meses donde se repitieron más escenas como esta, más roces y más evidencia de que no éramos el uno para el otro, decidimos sentarnos frente al mismo abogado que nos casó, amigo de la familia, y pedirle que proceda con nuestro divorcio.
Desde ahí he empezado a pegar las piezas rotas de mi alma pero ya cambié de soundtrack.