Adriana Rodríguez
Mi primer encuentro con un premio Nobel
La primera vez que leí a ese autor no sabía que lo estaba leyendo. Lo encontré de casualidad un verano aburrido y agobiante, cuando tenía quince años ya cumplidos, y a mi madre se le ocurrió que limpiara los libros de mi papá antes de que mudara su biblioteca del primer al segundo piso ese fin de semana.
La biblioteca de mi padre era extensa y surtida de libros de todo tipo, pero sobre todo de literatura, y sobre todo de literatura latinoamericana, su especialidad. Aunque la mayoría de los libros estaban en una habitación al fondo, en el garaje para el carro que nunca tuvimos, guardados en una vitrina chirriante con puertas de vidrio, había también libros desperdigados por todos los rincones. En un esfuerzo por poner orden en una casa que parecía siempre al borde del desborde, mi madre lo conminó a que consolidara todo en un solo espacio en el segundo piso.
Cuando mi madre dio la orden mi nivel de entusiasmo no era cero, sino menos uno. Era verano. Este es el momento para disfrutar, para hacer absolutamente nada que no tuviera que hacer, para emociones y aventuras, no estas aburridas tareas domésticas, pensé. Pero la voz de mi madre era firme y su mirada bastante convincente. Yo ya tenía experiencia de primera mano que ella no se andaba con vainas.
Fui al lugar arrastrando los pies. Encontré rumas de libros, como torres de Pisa, desafiando la gravedad. Los libros decrépitos, parecían aún más viejos en el calor de esa tarde de verano un viernes a las tres. Aquellos libros habían dormitado por años en una caja de madera con algunos orificios y unas letras y números en la parte superior, como si se tratara de un código secreto. En mi infancia pensaba que la caja contenía partes para una bomba atómica, pero realmente tenía en sus entrañas un gran grupo de libros que mi padre había adquirido en sus años de soltero. Sin embargo, ahora la caja ya no estaba. Las polillas habían empezado a engullirla y mi madre había decretado su destierro total e inapelable. Ahí le entró la idea de mover esos libros de lugar.
Resignada a empezar esa tarea poco emocionante, me paré frente a los libros y mis ojos divagaron tratando de decidir por donde atacar a esa bestia de polvo y telarañas. Me fijé en un libro escuálido y sin tapa. Estaba en tan mal estado que ni carátula tenía. Sólo empezaba de frente con la historia en la primera página.
Fue poner mis ojos en esas líneas y perderme por las siguientes cuatro horas. Me imaginé que eso era los que las ratas sentían cuando el flautista de Hamelin tocaba. Toda la tarde no hice nada más que leer. No moví ni un solo libro más. Cuando mi madre me llamó para ver cómo iba lo de los libros, la ignoré. Cuando no hubo más remedio que ir hacia ella recuerdo haber caminado como autómata por la casa sin perder la cadencia de mi lectura. Ni escuché sus palabras, sólo la miré rápidamente para que pensara que la estaba escuchando, pero en realidad estaba haciendo un esfuerzo máximo para que la magia no se fuera, para que sus palabras no me contaminen el mundo que el autor me había dibujado.
Al leer las últimas líneas y darme cuenta que era la última página y que no había más que una hoja en blanco a continuación, sentí un gran vacío en mí, como si los cuchillos que atravesaban al personaje principal me hubieran atravesado a mi también. A pesar de que leía constantemente en ese entonces, nunca me había pasado algo así con un libro. Fue un nuevo despertar.
Esperé ansiosamente la llegada de mi padre de su trabajo. Sus clases como profesor en la San Marcos terminaban alrededor de las 7 p.m. en esa época, sólo tenía que esperar alrededor de una hora hasta verlo entrar. Pero incluso eso era mucho tiempo. Me exasperaba que no hubiera ningún indicio en ninguna parte del libro de quién era ese autor para poder hurgar entre las torres de Pisa y encontrar otros de sus libros que estaba segura eran tan mágicos como el que había leído.
Por fin llegó la hora y escuché a la perra, Cindy, ladrar. Yo ya estaba desfalleciente.
—¡¡Holaaa, Cindy!! ¿¿Cómo has estado?? Hola, hola… —lo escuché decir saludando a mi madre y hermanos.
En ese instante salí corriendo del cuarto donde estaba y le espeté el libro en la cara. Le pedí que por favor me dijera quién era el autor que quería leer más libros de él, qué cómo se llamaba ese libro, que cómo podía ser tan fascinante. Él, un poco sorprendido por mi euforia, tomó el libro harapiento, lo miró y reconociéndolo después de tan sólo leer dos líneas dijo de manera casual:
—Ah, Crónica de una Muerte anunciada, de García Márquez. Ganó un nobel.
—¿¿¿Pero y tienes otros de él??? —insistí yo.
— Mmmmm, sí creo que por ahí está, Cien años de Soledad. Búscalo… Adriana, ¿qué hay para comer? – le preguntó a mi madre despreocupadamente.
Y en efecto, en la vitrina rechinante de puertas de vidrio que hasta ahora conservamos, estaba la primera edición de Cien Años de Soledad que leí con avidez y fascinación en las siguientes semanas.
Ese libro destartalado encontrado al azar fue mi puerta a la literatura de verdad, la que te cambia la vida. Ese verano me propuse leer toda la obra completa, pero al final me tardé casi un año. No tanto por falta de tiempo o interés sino que tuve que agenciarme por diferentes medios todos los libros: una tía bibliotecaria, mi profesora de lenguaje y hasta la prima de mi amiga Ángela, del cole, que un día mientras ella y yo trabajábamos en el periódico mural, dicha prima irrumpió en la sala para leerle un párrafo de Doce Cuentos peregrinos a voz en cuello. Me cayó súper bien en el instante.
Mi padre, al comienzo un poco indiferente con mi descubrimiento, tal vez porque pensó que era efímero, pasó a ser cómplice en mi búsqueda por nuevos títulos de García Márquez y de otros que no había leído hasta ahora como Ribeyro, Vargas Llosa, Neruda y Esquivel. Me dejó explorar su biblioteca a mis anchas, sin ningún tipo de veto, y me vi horas enteras sumergida en los libros de los grandes de la literatura latinoamericana.
Una semana antes de que me fuera de viaje a los Estados Unidos por primera vez, mi padre me esperó en su oficina y me dijo: "Tengo algo para ti". De un sobre manila como los que usaba a diario, sacó Vivir para contarla, las memorias recién publicadas de García Márquez, todavía con su forro plastificado.
Me quedé atónita y salté de alegría y creo que hasta grité como si hubiera visto a Alejandro Sanz pasar frente a mí.
—Es para que lo leas en el avión. —me dijo con una sonrisa. Lo abracé muy fuerte y él también.
Fue su forma de despedirse, con pocas palabras pero con un gran gesto, uno que sólo nosotros dos entenderíamos. Los siguientes días fueron un torbellino de eventos entre exámenes finales, graduaciones y arreglos para el viaje. Él miraba desde lejos, dejándome disfrutar mi momento, porque el más preciado para él, ya lo había vivido hace una semana en su oficina.
