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  • Foto del escritorAdriana Rodríguez

No me gusta el dolor

La última vez que pasé por el quirófano estaba desesperada por salir de la operación. Quería empezar con mi rehabilitación para volver a caminar lo antes posible y volver a mi vida normal. Sin embargo, mi idea de “normal” se empezaba a desmoronar desde unos días atrás cuando mi hermana nos dio la noticia de que estaba embarazada de su actual pareja, un tipo difícil, irritante y fanfarrón. Nadie en mi familia podía entender por qué quería tener un hijo con un hombre que le llevaba casi 40 años de diferencia.

Entré emocionada al hospital. Contaba los minutos para que me saquen ese yeso del mal que me picaba y me hacía doler cuando mi pierna se hinchaba, recordando el dolor inicial una y otra vez. Fueron noches largas sin poder dormir. Lo bueno fue que los analgésicos me hacían pensar menos en los problemas con mi hermana y los cuidados de mi madre, que pasaba una temporada en mi casa, hicieron que esta experiencia terrible fuera llevadera.

Todo había empezado en aquella fatídica excursión al monte Philo con un grupo de estudiantes de primer año de secundaria. Yo realmente no quería ir, pero me tocaba ser personal de apoyo. Tenía mil cosas en la cabeza por esos días. La noticia de mi hermana había causado un terremoto en nuestra frágil unidad familiar y el sinsentido parecía reinar. En mi mente se paseaban como en un loop todas las posibles conversaciones ácidas con mi hermana y las increpaciones para ese hombre detestable.

En esos pensamientos andaba, caminando detrás de la fila de estudiantes que se había formado, cuando pisé confiadamente una pequeña bajada de tierra y, cual bailarina de ballet ejecutando un mal plié, caí sentada sobre mis talones y un estruendoso ¡crac! se escuchó en eco por todo el bosque. Ese sonido eran mi tibia y mi peroné partiéndose al unísono. Mi cerebro tardó un minuto en darse cuenta pero luego grité voz en cuello: ¡Aaaay! ¡Ayuda, ayuda! Mi compañera de trabajo vino corriendo y llamó a la ambulancia. Dijeron que vendrían pronto. Mientras tanto ella llevó a los espantados alumnos de vuelta al bus que estaba a solo unos metros camino abajo.

Llegaron los rescatistas pero no podían acceder con el equipo porque el tramo donde me había accidentado era bastante estrecho, no había forma de hacer pasar una camilla completa. Sólo vino un hombre a darme unos analgésicos potentes que me hicieran aguantar el dolor durante la siguiente hora. Fueron bastante efectivos. Lo adoré.

Los demás paramédicos procedieron a atar cuerdas alrededor mío y de la camilla como quien hace un enrolladito de cerdo para su cena navideña, y a su vez esas cuerdas iban conectadas a un sistema de poleas ancladas en los árboles aledaños. Prácticamente me suspendieron en el aire con las sogas de forma lateral, por eso el acordonamiento en todo mi cuerpo. Yo cerré los ojos. Estaba media ida por las pastillas pero podía sentir el bamboleo de la camilla y pensé que así se debían sentir las hojas de los árboles cuando el viento las embate. Después de hora y media ya estaba yo en el hospital local.

Ahí el joven médico, que parecía sacado de Gray’s Anatomy, me comunicó mientas examinaba mis placas de rayos X que me había hecho una doble fractura y que necesitaría una operación, pero no ahora de inmediato sino en una semana cuando la hinchazón haya bajado.

—¿Qué? ¿Y ahora me voy así nomás a mi casa?

—No. Ahora voy a poner el hueso en su sitio, luego te vamos a poner un yeso para inamovilizarlo y cuando baje un poco la hinchazón te operamos. Como el miércoles o jueves. Depende de cuando haya disponibilidad.

Era viernes.

Luego, se fue un momento y trajo una venda larga y empezó a frotarse las manos. Me dijo: "Lo siento. Esto va a doler. No hay otra forma." Y dolió, pero aguanté. No me pareció tan terrible probablemente porque tenía ya varios analgésicos en mí.

— Ahora, te pondremos el yeso y estarás con eso hasta tu operación. Probablemente te pongan tornillos y tal vez una placa. —dijo con una sonrisa de actor de cine.

Realmente fueron dos placas y ocho tornillos. Y me lo explicó muy detalladamente el traumatólogo que me iba a operar. Qué cosa se uniría a qué, que lo hacían para fortalecer esa área que ya estaba debilitada, que en dos días estaría en mi casa. Yo sólo quería que todo eso se acabase y volver a caminar. También quería que los problemas con mi hermana se arreglaran pero eso tardaría más, mucho más.

Por fin llegó el momento de la operación. Me subieron a la camilla y camino a la sala de operaciones me dejé llevar por el dulce vaho de la anestesia. Diez…nueve… ocho… siete… No me acuerdo más.

Luego, en lo que pareció sólo un minuto después, ya estaba otra vez en la sala de reposo. Vi a mi familia brevemente, todavía media confundida por los efectos de la anestesia y escuché que me pasarían a piso en quince minutos. Letárgica, contenta de que por fin me había liberado de ese dolor asediante del yeso, irritando mi pierna cuando se hinchaba, rozándome hasta hacerme una herida, entré a un cuarto de paredes verdes en el que ya había otra paciente.

Pensaba en que por fin podría descansar de esas semanas intensas, de esta disrupción de mi vida, y de esas noches a medio dormir, cuando de pronto sentí que alguien me cortaba la rodilla con una sierra eléctrica. Me miré la pierna porque la operación había sido en el tobillo y vino a mí, por un instante, el miedo de todo peruano:¿¿¿¿Me cortaron en el lugar equivocado???? Mi rodilla se veía normal, sólo un poco roja, pero yo sentía que por dentro alguien me estaba arrancando cada nervio con sus propias manos.

¡AAAAAAAAAAAY!, grité. Más que cuando me hice la fractura. Más, mucho más que cuando estaba en trabajo de parto por primera vez. La enfermera vino corriendo espantada.

—¡¿Qué pasa?! —me dijo.

—¡Mi pierna, mi pierna!¡Siento que la están serruchando! —dije entre gritos y sollozos. Miró mi ficha rápidamente.

—Acabas de salir de operación y tienes mucha anestesia en el cuerpo. Es muy riesgoso darte una dosis extra” —me dijo determinante.

Grité más, podía sentir cómo cada nervio en mi pierna, cada milímetro de mi piel empezaba a levantarse de su adormilamiento, comenzando por la rodilla, y poco a poco reaccionar al trauma de haber cortado la piel, taladrado los huesos, instalado los tornillos, ajustado las placas, cosido la herida… y ahora estaban ahí latiendo, en shock, en alerta roja total y toda esa conmoción iba directamente a mi cerebro, a mi centro del dolor.

Seguí gritando. Mi compañera de cuarto se asustó y esta vez fue ella la que llamó a la enfermera. Vino, con una cara de fastidio, probablemente porque hacía tanta bulla. “Lo siento. ¡AAAAAAAAY! Pero no puedo evitarlo ¡AAAAAAAAY! Duele demasiado”. Ese dolor fiero no me dejaba. La enfermera me miró con un poco de preocupación, pero también de molestia. Se fue y regresó a los 10 minutos con unas pastillas azules. “OK. Tómate esto. Es la dosis más alta. Pero tienes que dejar que tu cerebro se acostumbre al dolor y naturalmente lo empieces a tolerar.” Pero no me gusta el dolor, pensé. La miré con cara de ¿¿realmente me estás diciendo que no me queda nada más que sufrir?? Unos días después mi sicólogo me diría algo similar a lo de la enfermera cuando le conté lo de mi hermana: "Tienes que dejarla que vea la consecuencia de sus actos, aunque te duela, aunque la veas estrellarse contra la pared". No podía creer que él también me dijera que el sufrimiento era inevitable.

A este punto, yo ya estaba llorando a mares en la habitación del hospital. Mi compañera de cuarto me miraba con preocupación.

—No te podemos dar más porque si no, te mueres —sentenció la enfermera.— Vas a tener que aguantar. Esta pastilla tomará por lo menos veinte minutos en hacer efecto. Así que respira hondo. Y no grites tanto.

—Lo siento, dije y me tomé las pastillas con un poco de agua.

El dolor siguió por lo menos otras tres horas, o así me pareció a mí. En los hospitales norteamericanos, constantemente te preguntan qué nivel le das al dolor que tienes, siendo 1 el más leve y 10 el más alto. Ese día, mi escala personal se recalibró. Diez era muy poco para ese dolor, mínimo un 13. Pero conforme fueron pasando las horas, fue bajando a 10, luego a 7 y de ahí ya habían pasado suficientes horas para otra ronda completa de analgésicos. Dormí como una piedra esa noche.

Al día siguiente vinieron mis hijos y su papá a verme y les conté el traumático episodio. Dominic, mi hijo menor preguntaba si sentía el metal dentro de mi pierna y el mayor, Lucas, si ahora tendría problemas al pasar por el checkpoint de seguridad en el aeropuerto. “¡Mamá, ahora eres como un cyborg!”, exclamó Dominic entusiasmado. Todos nos reímos.

Después que todos se fueron revisé el torbellino de acontecimientos de los últimos días. Todo había sido tan extremo y galopante: las discusiones con mi hermana y su negativa a escucharnos, la toma de bandos en nuestra familia, y finalmente el que ella dejara de hablarnos totalmente. Y así como mi tobillo no resistió el repentino peso de mi cuerpo y se rompió, así también quedó mi corazón, resquebrajado, y con la necesidad de enmendadura. Sólo esperaba que esta vez no fuera tan doloroso como la operación que acababa de pasar.


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