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  • Foto del escritorAdriana Rodríguez

Ser una princesa

Actualizado: 18 abr 2020

Lucía no heredó los ojos tristes de su madre pero sí la testarudez de su padre. Cada mañana era una negociación digna de un consejo de guerra el convencerla de que coma lo que su madre le proponía.


Lucía hacía una contraoferta. Venían miembros del cuerpo diplomático: sus tíos, tratando de hacerla claudicar. Pero a sus 4 años, Lucía ya sabía lo que quería en la vida y avena no era una de esas cosas.


Lo que más le gustaba era jugar con su unicornio, su casa de muñecas y sus peluches, dándoles mil vidas y aventuras. Pero ahora ella había decidido ser la protagonista de su propio show.


Siempre soñó con ser la princesa. Tenía una colección de vestidos monísimos y unos zapatos de ensueño que le había traído su tía del extranjero: brillaban como si les hubieran salpicado polvo de diamante y eran súper cómodos, como andar solo con medias.


Se los ponía a cada oportunidad que podía. El único problema era que su cuerpo crecía rápidamente y para su frustración aquellos zapatos se volvían cada vez más y más apretados. Sin embargo, con un poco de esfuerzo haría que le entren, nada iba a estropear un día de sol fantástico.


—Hoy voy a jugar a la princesa con su pelo largo —dictaminó.


La tarde anterior había visto la versión animada de Rapunzel, la princesa de larga melena rubia. La había impactado tanto que decidió ponerlo en escena. Ella no era rubia ni tenía el pelo largo pero esos eran solo detalles que la imaginación podía arreglar. Empezó a recolectar algunos objetos: su unicornio de peluche, una soga para saltar y un plato redondo que haría de espejo. Ya lo tenía todo para empezar. Sin embargo, se enfrentaba a su mayor reto: ¿Quiénes podían ser los otros personajes?


—¿Abuelita quieres jugar conmigo a la princesa? —dijo, arriesgándose.


—Mmm ya, ¿pero a qué princesa vamos a jugar? —dijo la abuelita sin levantar la mirada de su tejido.


—A la del pelo largo.


—¿Como en la película que vimos? —preguntó ahora la abuelita. Se le empezaba a notar el entusiasmo.


—Sí, esa, abuelita.


—Ya, está bien —aceptó la abuelita, a quién también le encantaban las historias de princesas.


—Ya tu comienza —indicó Lucía.


Y se fueron por los caminos de la imaginación. La abuelita hacía las voces necesarias, siguiendo la historia lo más que podía pero Lucía era la que aprobaba el toque final. Como buena directora de cine, si algo no completaba su visión ella pausaba, extendía algún momento, lo volvía a "rodar".


—Mamá, tú eres como la mamá de Rapunzel. Ya dime como dice la mamá —le indicó a su mamita Lea.


—“Rapunzel, Rapunzel, tira tu pelo para poder subir”, dijo su mamá distraída.


—No, mamá, así no dice —dijo Lucia frustrada. Su mamá no había visto la película y se notaba.


—Con más entusiasmo —intervino la abuelita, quien sí había visto la película.


—Está bien, está bien —dijo la mamá, y lo intentó de nuevo.


Esta vez a Lucia le sonó perfecto y corrió a su posición en la alta torre, lista para tirar al aire su larga cabellera rubia. Eso sólo lo podía ver ella con sus ojos de niña fascinada por una historia. En su casa lo único disponible era una larga escalera de fierro y cemento y la melena tuvo que ser reemplazada por una soga que Lucía sujetaba con su mano en la parte de atrás de su cabeza. Se aseguraba de agarrar también un mechón de su pelo, como si por ese acto la soga cobraría más veracidad.


—Ya mami, aquí va —dijo sonriendo, pero metiéndose en el personaje con toda la seriedad del caso.


Los que pasábamos por ahí corríamos el riesgo que se nos asignara algún papel y una vez que te daba tu libreto tenías que deberte a tu personaje. Lucía no aceptaba medias tintas, ni creía en otros apremios, sólo el compromiso último con la actuación. Así, su tío desprevenido bajó las escaleras para buscar qué comer en el primer piso, justo cuando necesitaban a un muchacho en la taberna para una escena en el pueblo y ¡zas! El hambre tuvo que esperar porque el show debía continuar.


La abuelita disfrutaba tanto como ella, recordando escenas, repitiendo líneas, negociando detalles con Lucía, entendiendo su mundo como tal vez solo los abuelitos pueden hacer. En una de las pausas ("Hasta los actores de verdad tienen pausas, Lucía", dijo la abuelita) Lucía se acercó al sillón donde la abuelita tejía.


—Abuelita…


—¿Qué hijita?


—Tú eres mi amor. Me gusta mucho jugar contigo.


La abuelita la envolvió en sus brazos cálidos y la llenó de besos.


Al final del día, mientras yo estaba en una videollamada con mis hijos via WhatsApp vi a Lucía subir las escaleras hacia el segundo piso, casi pausando en cada peldaño. Lucía subía en silencio, exhausta.


—¿Luchi, quieres hablar con tus primos? —le pregunté. Yo anticipaba que la respuesta sería positiva ya que ella siempre aprovechaba la oportunidad de decirles hola aunque sea.


—No, hoy no —dijo lentamente, sorprendiéndome.


Bajó los ojos y arrastró sus pies en el último peldaño. Entró a su habitación y se desplomó en su cama. La vida de princesa era más ardua de lo que ella había imaginado.


#cuarentena

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