Adriana Rodríguez
Tengo tantas cosas que contarte
Actualizado: 3 mar 2020
No lo había visto desde antes de que se fuera al seminario. Él se había encerrado en ese nuevo mundo una vez que supo que esa era su vocación. Luego fue destacado a varios rincones del Perú hasta que terminó por Roma.
Ahora después de varios años él, Alex, volvía a Lima. Sylvie lo esperaba, emocionada. Habían seguido siendo amigos a través de los años en cartas que iban y venían, contándose de sus retos, de los momentos de algarabía y felicidad, de los llantos y decepciones. Pero en todas esas cartas llenas de emoción, nunca pero nunca se le había ocurrido mencionarle que tenían una hija de 13 años.
Sylvie no vivía con ella a tiempo completo. Ella se fue a dar a luz a la casa que tenía su familia en Chaclacayo donde un amigo de su papá la ayudó con aquel parto sin complicaciones. Las complicaciones vendrían después cuando aquel bebé empezó a hacer preguntas y ya no se conformaba con las desviadas que su abuela le daba.
No era que Sylvie se avergonzara de tener una hija, de que llevara el estigma de ser una madre soltera. Ella no era una quinceañera cuando tuvo a Sylvie, sino una profesional ya. Más que nada lo hacía por él, por no arruinar aquella carrera sagrada, tan altruista, él de dedicar su vida a Dios. Además, lo de ellos había pasado antes de que él fuera cura así que eso no contaba en contra de la pureza de su alma, del alma de él. Tenía más miedo por las caras que la gente le pondría a su hija y el señalamiento con el dedo al hacer preguntas, atar cabos y darse cuenta de que su padre vive en Roma cerca al Papa y se viste con sotana casi todos los días.
Sylvie había criado a su hija en los campos de las afueras de Lima, en una de las tierras de su abuelo que su padre había podido volver a comprar después de la expropiación de la reforma agraria. Él no se quejaba. Con esa hectárea le bastaba y le sobraba para que su nieta correteara a sus anchas. Los abuelos se la pasaban jugando y paseando con ella durante la semana, pero los viernes en la noche y todas las vacaciones que tenía, Sylvie se iba corriendo a ver a Elena, su hija.
Elena crecía al margen de todo esto en un mundo lleno de naturaleza, comodidad y gente que la quería. Sin embargo, era cada vez más difícil ocultarle la verdad. Ella era un vivo retrato de su padre: cabello negro y ensortijado, ojos grandes con unas pestañas de abanico y una tez tostada como el latte que se tomaba Sylvie cada día por las mañanas antes de ir a trabajar. Elena no se parecía en nada a su madre que era rubia, de ojos azules, blanca y alta como los Alpes suizos. Si Sylvie la presentara como su hija, inmediatamente la gente curiosa e inoportuna le saldrían con un: “Uy, te salió igualita al padre, ¿no? ¿Lo conozco?” Y sí, muchos de sus amigos lo conocían de cuando ella era más pegada a la iglesia y participaba de los grupos juveniles. Ahí él no era cura todavía, pero lo estaba pensando ya, seriamente. Alex era un líder en los grupos de confirmación y formador de catequistas y se pasaba largas horas con Sylvie que también era parte de esos grupos, planeando los eventos, recolectando víveres para las obras de caridad y conociéndose un poco más. Sylvie siempre les decía a sus amigos de la universidad que tenía cosas que hacer los fines de semana, como ir al grupo parroquial o tal vez una obra benéfica en algún punto de Lima, entonces cuando ya tuvo a Elena, un año después de terminar la universidad, y seguía diciendo que no podía reunirse con la gente porque tenía cosas qué hacer, todos asumieron que era por la parroquia y no porque tenía que correr a ser madre. Las más amigas de Sylvie en la universidad habían visto a Alex en la casa de Sylvie. Tal vez cuando se le juntaba la confirmación de los chicos con un trabajo grupal de la universidad. Mientras Alex salía, ellas entraban. Lo habían visto, lo habían saludado con besito en la mejilla y todo.
Pero ahora eso no importaba, Alex había dicho que volvía al Perú después de todos estos años y lo primero que quería hacer es ir a verla. Obviamente Sylvie no guardaba esperanzas de un romance, ¡él era un sacerdote! Y ella jamás le hubiese pedido faltar a sus votos. El recuerdo de ese amor era para ella dulce y mágico, casi sintiéndose como la Virgen María. Sólo que “Jesús” ahora ya iba a entrar a la secundaria y hacía más preguntas.
Llegó el día y Sylvie mandó a su hermana a que dé una vuelta con Elena para que se distraiga y en caso la conversación no vaya bien con Alex. Habían acordado que la pasee hasta las 4 p.m. y de ahí vayan a la casa, a menos de que ella le mande un mensaje diciéndole que las cosas no habían salido bien. ¡Pero cómo no iban a salir bien! Alex sería súper comprensivo, él era todo amor y trabajaba como profesor en Italia. Paciencia y comprensión era lo que le sobraba. Además, ella no necesitaba que él aceptara ante el mundo que era su hija, sólo quería que lo supiera y que Elena también lo conozca. Luego, ellos le podían explicar la situación a Elena y eso sería todo.
Sylvie puso el agua para el café, sacó las tacitas de la visita y puso los petipanes con pollo y los triplecitos en una fuentecita. No iban a ser muchos.
La tetera del agua sonó al mismo tiempo que el timbre. Se alborotó.
Decidió vaciar el agua primero y luego corrió a la puerta que ya había sonado varias veces. Ojalá que no haya pensado que no había nadie y se esté yendo, pensó apresuradamente mientras caminaba hacia la puerta.
Y en efecto Alex estaba ahí, con su inmensa sonrisa, sus ojos vivaces y algunas canas que ya le empezaban a salir.
—¡Hola Alex! ¡Te extrañé tanto! —le dijo mientras le daba un abrazo.
—¡Yo también Sylvie! ¡Qué bueno verte!
—¡Pasa por favor! —enseñándole el camino a la salita.
—Espera que ahí viene Marlene, mi esposa —dijo mientras miraba la calle, esperando que Marlene terminara de hacer su transacción en la bodega aledaña.
Sylvie estaba lívida. Puso una cara de confusión y espanto.
—¡Uy, Sylvie! ¡Tengo tantas cosas que contarte!… Marlene, mi amor aquí es. ¿Encontraste la pastilla?
—Ah ya… Sí, sí, para tomarme esto de una buena vez y ojalá que me quite este resfrío —dijo Marlene con voz gangosa.
—Es que volver al clima de Lima le ha afectado un poco. Ella no viene a Perú hace más de 20 años. Pero perdona, Sylvie, te presento a Marlene y Marlene te presento a mi gran amiga Sylvie —dijo Alex mientras Marlene le hizo un gesto de “hola” con la mano.
Sylvie seguía sin decir una palabra, sólo forzó una sonrisa tiesa y bien educada.
—Disculpa que no me acerque más pero no quiero pasarte el resfrío —dijo Marlene acercando un pañuelito de papel a su boca.
Sylvie se volteó rápidamente y dijo "¡Pasen!" Con la mano les mostró el sofá y ella entró a la cocina. Con una cara seria terminó de preparar el café y lo sirvió en tazas. Lo trajo a la mesa, pero no se los ofreció.
—Creo que yo mejor me siento en este otro sillón para que ustedes puedan conversar y yo no los contagie —dijo Marlene mientras buscaba más pañuelitos de papel en su bolso.
—Sí, gracias, bueno, vamos a ser más —dijo Sylvie cortante mientras se sentaba todavía con el mandil de cocina a la vez que Alex hacía un espacio para ella y agarraba una taza de café.
—¿Más? ¿Quién más viene? ¿Has invitado a la gente de la parro? —dijo Alex ligeramente emocionado.
—No, viene Linda, mi hermana, ¿te acuerdas? Viene con mi hija.
—¿¿Tu hija?? —dijo Alex con musicalidad y un tono de feliz sorpresa. Cogió una taza de café y la acercó hacia él.
—Sí, mi hija y tu hija. Nuestra hija —sentenció.
Alex se quedó a medio sorbo y Marlene se quedó inmóvil con la mirada en su bolso, pero no hubo tiempo para una siguiente pregunta porque Sylvie ya se había parado a abrir la puerta y tres segundos después Elena decía: “¡Hola, mami!”.
En la pared el reloj marcaba las cuatro y cinco.
