Adriana Rodríguez
Unas golondrinas

Abrió los ojos. Sintió la suave luz de media tarde y la brisa adormilada entrando por la ventana. Frente a ella, un fondo de flores y amarillo. Se sentía en un dulce estupor, en un amelcochado despertar. De repente, la distrajo el suave vaivén de unas golondrinas, pequeñas y negras en ese fondo floreado. Sumida en ese medio sueño, Carolina se divertía viéndolas volar casi en sincronismo. Las veía bajar casi en picada y luego cuando casi salían de su rango de visión, giraban su vuelo y arriba otra vez. ¡Qué lindas estas golondrinas, estos pajaritos diminutos! —pensó, no sabiendo si estaba en un sueño o en la realidad.
Pero de pronto se dio cuenta de que estaba levantándose de su siesta vespertina pero que tenía que correr a un show musical al que no quería llegar tarde. Ahora sí su cerebro se despertó. Para su sorpresa, seguía viendo el fondo amarillo y las golondrinas volar. Se extrañó. Estaba en un sueño probablemente. Pero ahora ya estoy despierta, ¿por qué sigo viendo lo mismo? El vuelo también era diferente, con más rapidez y fuerza, al que las golondrinas le habían agregado más giros y piruetas.
Ahora sí Carolina se preocupó. Pero esa preocupación en vez de instigarla a moverse, a la acción, la dejó paralizada. Sólo su mente y corazón iban a mil por hora. ¿Me habré quedado atrapada en mi sueño? ¿Estoy viviendo la película ‘Inception’? ¿O me dormí por años como en la historia de Rip Van Winkle? ¿Pero quién me puso en este trance? ¿Algún alumno enojado por la nota que le puse? ¿O tal vez algún colega envidioso?
Abrumada por las posibilidades, cerró los ojos.
En eso escuchó una voz. Era su hijo que le decía que había terminado la tarea. “¿Y ahora qué?”, le dijo él. Ella se volteó a contestarle, con la esperanza de que aquellas golondrinas en el fondo floreado y amarillo ya no estuvieran. Quería encontrar sólo la cara de su hijo.
—Cámbiate y alístate. Vamos a ir al show.
—Ok, mami —y su hijo salió disparado hacia su habitación, dejando detrás un fondo blanco. Lo reconoció.
Era la puerta de su casa. Amplia, alta, pesada. Con líneas verticales de abajo arriba. Ella la hubiera preferido roja para el buen chi pero el departamento alquilado había venido así. Y cuando disponía a incorporarse, vio que las golondrinas aparecían otra vez pero ahora su vuelo era inusual, totalmente vertical, imposible para una golondrina. Además, cuando parecían que se iban a estrellar contra el piso, desaparecían en un mar de nada.
Miró a su alrededor. Sí, era su departamento. Reconoció las paredes con tapiz beige, el juego de comedor caoba y el inmenso televisor negro. Y allí, en medio de la sala también vio que el sofá en el que había estado durmiendo, usualmente de color negro, estaba cubierto por una sábana.
Ella no la había puesto. Tal vez su hermana la noche anterior y recién ahora ella lo notaba ya que había venido rendida de su trabajo esa tarde. La sábana con flores verdes y azules tenía un fondo amarillo. A ella no le gustaba pero era un regalo de su madre. Entonces recordó que hace un año le dijeron que tenía dos flóculos oculares, dos pequeñas partículas oscuras en la parte acuosa de los ojos. “Pasa con la edad”, le dijeron. En ese momento, cuando recibió la noticia, sintió un puñetazo en la barriga y aunque es algo inocuo y minúsculo para Carolina tenía la importancia de un tumor. La oculista que se veía como en la mitad de sus 40s le dijo: “Yo también tengo como tres en cada ojo y ya me olvidé que existen. Casi nunca los veo.”
Ella pensó: ¿Cómo vas a poder olvidarte de algo así, tan obvio, tan ‘en tus ojos’, literalmente? Algo que te persigue donde quiera que vayas y que te recuerda que otra parte de tu cuerpo ya pasó la cumbre de su rendimiento. Imposible, imposible ignorar also así. Hasta que llega una tarde de suave luz y brisa adormilada...
